Guerra
Debería comenzar pidiendo perdón por titular esta entrada así, pero es lo que me sale en estos momentos. El jueves 24 de febrero la amenaza se hizo realidad y Rusia invadió Ucrania. Cuesta creer, o al menos a mí me cuesta, que esto esté pasando, que ante nuestros ojos un presidente que ostenta el poder de forma dictatorial decida, y nadie sea capaz de quitárselo de la cabeza, ocupar por la fuerza el país vecino.
Estamos en el siglo XXI y ahí tenemos a un descerebrado que se cree con capacidad de hacer lo que quiera con amenazas y violencia. Como periodista la posibilidad de informar sobre este tipo de conflictos es algo que se lleva dentro, y lo digo, no con envidia, quizás sí con nostalgia sobre todo después de ver estos días en televisión a Emilio Morenatti, fotógrafo de Associated Press y último premio Pullitzer.
Conocí a Emilio en Malawi en marzo del 2002 cuando el país atravesaba una de las hambrunas más duras de su historia. Llegó acompañando a un buen amigo sevillano desde Zambia y con su cámara se dedicó a poner en imágenes el drama de una población llamada a sufrir y morir. Recuerdo especialmente un día de lluvia repartiendo comida a un grupo de ancianos en la misión de Chezi donde Emilio recogió en sus fotografías la desesperación que se vivía.
Lejos de comparar mi trayectoria profesional con la de aquellos que están en zona de guerra, he tenido dos momentos donde quisieron que contara, como periodista, lo que estaba viendo.
La primera fue en la mencionada hambruna de Malawi en el año 2002 cuando una organización española me pidió permiso para dar mi contacto a los medios de comunicación. Desde Malawi atendí la llamada de la prensa escrita y de emisoras de radio españolas, e intenté narrar lo que estábamos viviendo, una historia de escasez, necesidad y muerte por desnutrición. Una experiencia dura, que tocaba el corazón porque por mucha ayuda que recibiéramos, y la recibimos, no lográbamos llegar a todos.
La segunda la viví en Honduras en el 2009 con el golpe de estado al presidente Manuel Zelaya Rosales. Colaboraba en Radio Progreso, una emisora de la Compañía de Jesús, y me pidieron que fuera la voz que narrara hacia el exterior lo que ocurría. Fueron días de atender llamadas de medios de comunicación latinoamericanos, europeos, en especial de España, y de países tan alejados como Australia. Un momento muy delicado por las amenazas que caían sobre la emisora, en el punto de mira de los golpistas.
En aquella ocasión contacté con la Embajada de España en Tegucigalpa. Expliqué quién era, española, miembro de una Congregación religiosa y periodista en Radio Progreso y, sin pedirlo, me pasaron con el embajador de entonces, Ignacio Rupérez, fallecido en el 2015. Recuerdo esa conversación por el trato cercano y cariñoso del embajador. En medio del conflicto político que se estaba viviendo me pidió que llevara siempre conmigo mi pasaporte y que en caso de peligro o cualquier posible riesgo llamara inmediatamente a la Embajada o pidiera que lo hicieran. Gracias a Dios no pasó nada, pero esa conversación me dio tranquilidad y ánimo para seguir informando. Después, desde la Embajada, solían llamarme para saber de mí y de la situación de la radio. Siempre agradecí ese interés del personal diplomático desde Tegucigalpa.
En ambos casos sentí la responsabilidad de narrar y compartir lo que estaba viendo e intenté hacerlo desde el ángulo que con mayor fidelidad se acercaba a la realidad. Fue un reto para mí, pero lo asumí pensando en quienes no eran ni escuchados ni entendidos.
Mi admiración por quienes informan desde lugares de conflicto, violencia o desde países donde no son bien recibidos. Que su coraje y capacidad para mostrar esa realidad concreta nos ayuden a entenderla, pero sobre todo, a vivir un poco el drama de tantos como la sufre.
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